domingo, abril 28, 2024
Historias

Crónica de una gran irresponsabilidad

Estoy de acuerdo con aquella frase del ensayista y poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson, que reza que “la vida es un viaje, no un destino”, pues fíjense por ejemplo, que el Festival Vallenato que más recuerdo, y seguro recordaré en mi vida, fue uno al que no fui y del que no tuve mayor información.

Aunque esta historia ocurrió en 1999, tiene la capacidad de mantenerse viva en el tiempo. Siempre está enclaustrada en un recipiente conjunto y mental, y solo halla  transitoria liberación, cuando se topan sus protagonistas.

Y es que a ellos, como personajes principales, les resulta imposible acometer un encuentro lúdico sin que se escuche el rumor de la formula que da apertura a ese universo, y que ya en esta época, por la timidez de la repetición,  suena un tanto gutural. Todo comienza con las palabras:  “Valledupar y Festival Vallenato”.

Dudo que la descripción del suceso de forma escrita pueda tener el mismo impacto que al ser narrado por mis amigos, pero haré mi mayor esfuerzo.

Todo comenzó una mañana de abril de aquel año, cuando los insensatos del banco Davivienda, decidieron entregarnos sin ninguna restricción, en la salida de la Universidad, tarjetas de crédito universitarias con un cupo de 500 mil pesos. Casi todos los de mi curso la tomamos, y también de formal literal, nos la tomamos, pues no hubo, a partir de ese momento, un fin de semana que no hubiere francachela y comilona sin limite de gastos. Mientras el cupo de las tarjetas vivió, fuimos ricos, y pudimos celebrar con holgura y mucho wisky.

Los del banco estaban ansiosos por engordar los listados de deudores de la Central de Información Financiera –CIFIN-, y nosotros, inocentes muchachos, sin ingresos fijos, con solo cinco mil pesos de merienda cada día, les facilitamos la tarea. Sí, caímos en la trampa. Pocos meses después fuimos sin excepción, habitantes perennes del mundo siniestro y tenebroso de la Central de Riesgos –Datacrédito-. 

Recuerdo que estábamos en cuarto año de derecho y nuestras clases los viernes, eran de solo tres horas, de seis y media a nueve y media de la mañana, por lo tanto las integraciones ese día de la semana eran bastante prologadas. Tiempo después comprendimos, que evidentemente la ocasión hacía al ladrón y que todos, sin excepción, fuimos unas víctimas de las circunstancias.

Ese viernes hicimos un parcial y sin saber los resultados, pero ahítos de optimismo, Pacho, Augusto, Rodolfo, Guillermo, Edgar, Hernán y yo, coincidimos en que debíamos sacarnos todo el estrés de la evaluación tomándonos algo, finalmente teníamos plata de Davivienda.

Uno de los compañeros, enamorado de una estudiante de la universidad Autónoma recomendó ir a donde “La Gorda”, como se reconocía al kiosco de venta de trago en frente de esa universidad. Tenía la esperanza de ver a su pretendida. Nos sentamos debajo de un fresco almendro, y nos dispusimos a compartir ambientados por un dominó, wisky y música de Fabián Corrales, que estaba de estreno con su álbum “Inevitablemente”.

Al medio día la dueña del kiosco nos sirvió un sancocho trifásico que nos atemperó. Esas sopas nos dejaron en actitud meditabunda, el letargo solo era interrumpido por el violento estallido de las fichas de dominó cuando se encontraban con la mesa de madera, o por las bellas almendras amarillas, algunas veteadas de verde, que también caían y perdían su perfección al impactar con el mismo tablón.

Después de un largo rato concentrados en el juego, Edgar preguntó

  • ¿Ajá y para donde cogemos?,

y llegó un comentario irónico, por la lejanía,

  • “La rumba buena está es en el Festival Vallenato”

Y otro dijo,

  • “Vamos y nos regresamos a la una de la madrugada, lo importante es estar de regreso antes de que salga el sol”.

Entonces se escucharon las siguientes expresiones,

  • Bueno, yo pongo una botella,
  • Pongo otra,
  • Yo pongo el carro,
  • pongo la gasolina
  • pago los peajes

En ese momento Pacho identificó a un amigo que le debía una plata y este lo conminó a que lo acompañara a su casa para pagársela.

  • Muchachos ya vengo

Dijo Pacho al partir.

El viaje estaba decidido, pero nadie se movía de sus puestos, hasta que llegaron las dos botellas comprometidas.

Nos montamos llenos de júbilo en el carro de Rodolfo, que además estaba habilitado como taxi de los amarillos, con rumbo a Valledupar. Adelante íbamos Rodolfo, Augusto y yo, atrás Hernán, Guillermo y Edgar.  Pasando el puente Pumarejo todos nos quedamos en silencio, hasta que Augusto dijo:

  • ¡Nojoda¡ ¿y es verdad que vamos pal Valle?.

Algunas sonrisas nerviosas emergieron. Pero en ese momento la inercia era jefe, y ordenaba seguir adelante.

Claro que éramos unos irresponsables, muchachos de 20 años promedio, que se creían los dueños del mundo y que llevados por el impulso de la juventud y los tragos se consideraban imbatibles.

Era otra época, difícilmente se encontraban controles de policía, y muchos menos pruebas de alcoholemia. Después de dos horas y media de viaje, es decir tipo siete y media de la noche, pasó lo que obviamente tenía que pasar, Rodolfo, nuestro adiestrado y alicorado conductor, le fallaron los reflejos y fue superado por una curva, llegando al municipio de La Loma del Bálsamo, zona roja, con presencia guerrillera.

El carro salió de la vía y entró directo a la zona enmontada dando violentos tumbos. Aturdidos nos golpeábamos contra el techo del automotor, pues ninguno llevaba cinturón por el sobrecupo. Se levantaban las dos llantas del costado derecho y volvían y caían, luego el turno era para las del costado izquierdo. Finalmente el carro se detuvo, como en las películas, justo el borde de un barranco. Estábamos ilesos, aterrados por lo acontecido y ya completamente sobrios.

Augusto y yo habíamos perdido los celulares, que salieron disparados por una de las ventanas. Una vez repuestos del impactante momento, repasamos caminando el turbulento recorrido. Alumbrando con teléfonos de otros compañeros los pudimos encontrar.

Salimos a la vía principal a pedir socorro, nadie se detenía, no teníamos señal para llamadas, a pesar de la nula luminaria de la vía, la luna estaba resplandeciente y provocaba un cosmos un tanto sobrenatural lleno de luminosidad.

Rodolfo, abatido se sentó en la orilla de la carretera nacional. Aprovechando la ausencia vehicular, y con una exhalación profunda permitió que su dorso lentamente  reposara en la vía, cerró los ojos añorando que todo aquello fuera una simple pesadilla, cuando de repente una tracto-mula apareció a toda marcha y sin darle tiempo de reaccionar, paso a pocos centímetros de su cabeza. Todos le gritamos alarmados, se levantó de un salto,  era la segunda ocasión, en que se le morían todas las lombrices.

Finalmente una vieja camioneta Toyota se detuvo, y  aunque el conductor intentó con una soga remolcar el vehículo siniestrado, lo cierto es que el carro estaba tan atorado en la espesura del terreno, que la soga terminó reventándose. Al rato una tracto mula también paró, y con su inmenso poder, lo pudo arrastrar valiéndose de una cuerda especial en forma de cinta. A ese generoso conductor le debemos además, que nos haya enviado una grúa desde Bosconia a rescatarnos.

En el mismo vehículo de remolque y con destino a Bosconia nos acomodamos. Íbamos apesadumbrados, pero Rodolfo, al borde de las lágrimas. No solo debía atender lo concerniente al daño del vehículo, que era familiar, sino que además  le correspondía lidiar con su papá, un escrupuloso abogado guajiro de casi dos metros, para quien hacer lo correcto siempre era la única opción. Se escuchó entonces el tarareo de un vallenato de Diomedes, Rodolfo preguntó,

  • ¿Bueno y quién es el contento que va cantando?

Y contestó Guillermo Mejía,

  • Rodol, aquí pensando… que es la tercera vez que intento llegar al valle en un Festival Vallenato y la tercera vez que me accidento…

Guillermo tenía sus brazos llenos de cicatrices producto de aquellos siniestros. Cuando escuchamos eso, todos alarmados y casi en coro dijimos.

  • ¡Nojoda ¡ ¿por qué no lo dijiste antes de montarnos al carro?.

Y no podíamos parar de reírnos ante tan macabra revelación.

En Bosconia pudimos resguardar el vehículo en un parqueadero. La movida esa noche culminó a las once. A esa hora no encontramos hotel en la población, y regresar a Barranquilla no era una opción, debíamos permanecer juntos hasta solucionar todo el lío.  Sin embargo lo pensamos bien, y decidimos que Rodolfo y yo nos fuéramos  a Valledupar a buscar auxilio y el resto se regresara a Barranquilla por dinero, el problema de la avería del carro se advertía costoso a simple vista.

Antes de llegar a Valledupar, llamé a mi tía Martha y a mi tía Chila que de inmediato, se solidarizaron con nuestra calamidad. Mi tía Martha permitió que nos acomodáramos en su casa, y mi tía Chila logró que a las siete de la mañana llegará Oliver, su marido, en una camioneta de estaca  y con un ayudante, para ir a revisar los daños del carro y ver como lo desvarábamos. 

Dice Rodolfo al hacer memoria,

–  “ A mi lo que me sorprendió fue que antes de regresar a Bosconia tú tío Oliver llegara a un punto frío a repletar una cava con hielo y cervezas. Imaginé que tendría una venta para el Festival o algo así.”

Lo cierto es que Oliver estaba en modo Festival y su premisa era que, si nos habíamos accidentado tratando de llegar a las festividades de Valledupar, unas cuantas cervezas deberían ser bien recibidas. Señalaba que la trompada igual la teníamos ganada en casa, con cerveza o sin cerveza.

Ya en el pueblo, mientras Rodolfo y yo comprábamos al medio día unos chicharrones para compartir, vimos bajar de un bus de la empresa Brasilia, a Augusto y a Pacho, que comprometidos con la causa, traían el dinero que entre todos habían logrado reunir. Nos sorprendió Pacho que al vernos, su primera reacción fue gritarnos,

  • ¡Hijueputas me dejaron¡

En medio de risas lo abrazamos.  Y entonces le pregunté,

  • Ajá pero ¿tú amigo te pagó la plata?

Lo cierto es que no se la pagaron ni en ese momento, ni en lo que va corrido de nuestras vidas.  No obstante, Pacho con su mamá consiguió recursos para aportar. Se apersonó del problema, cuando en realidad él no había sido participe. Las cosas de la amistad.

Al atardecer, el diagnóstico era desalentador, además de dos llantas reventadas, el carro tenía la tijera  de la llanta derecha doblada. Se tendría que buscar el repuesto en Barranquilla.

En vista de que no había más que hacer en Bosconia, Oliver que resultó ser un bálsamo de paz y sosiego durante la jornada, nos sugirió que nos fuéramos para Valledupar, insistía en que las consecuencias con nuestros padres a esas alturas serían la misma esa noche o al día siguiente.

Estuvimos tentados con la oferta de Oliver, pero Augusto nos invitó al orden, y con autoridad dijo que nos dejáramos de cuentos, que teníamos que irnos para Barranquilla. Su sensatez, luego la agradecimos, era evidente que las cervezas durante la jornada no nos daban a Rodolfo y a mi objetividad en la toma de decisiones.

En Barranquilla, cada quién debía enfrentar sus miedos, en casa nos esperaban nuestros padres preocupados y habidos de explicaciones. Pero no ahondaré en esos encuentros, basta con resumir que lo acontecido representó una gran decepción para ellos.

A pesar del disgusto, el Papá de Rodolfo lo acompañó a Bosconia para solucionar y traer de regreso el carro.  En el viaje, debido al cansancio acumulado y al confort que le ofrecían los abullonados y reclinados sillones del bus, Rodolfo cayó en un pesado sueño y solo volvió de su modorra, cuando su papá con algo de brusquedad, le zarandeó su pierna izquierda, para decirle que ya habían llegado.

El repuesto no había funcionado bien, pero como pudieron, ya finalizando el día, para que el carro pudiera desplazarse, lograron hacerle un arreglo provisorio que incluía acoples con cartón, lata y otros desechos.

De vuelta iban aliviados, llevaban el carro y finalmente salían de la sofocante temperatura del pueblo. Rodolfo evitó sintonizar música en la radio, prefirió poner una emisora de noticias, quería a su papá distraído mentalmente y sin la tentación de más sermón.  Casi a las siete de la noche, encontraron un bloqueo llegando a la población del Copey. Uniformados que se tapaban media cara con pañoletas rojas y negras los bajaron del carro, les quitaron las pertenencias y apuntándolos con armas de largo alcance, los llevaron caminando al tallo de una palma de aceite donde los obligaron a sentar.

Estaban muy asustados, el papá de Rodolfo le alcanzó a decir,

  • Mira mijo por donde va la inocentada de ustedes.

A Rodolfo le partió el alma ver a su papá en aquella situación, lleno de susto, tristeza y preocupación. Era una época difícil por el conflicto armado en Colombia. Había lo que se conocía como las “pescas milagrosas”, que no eran otra cosa que secuestros extorsivos ejecutados por grupos subversivos en las carreteras del país.

Uno de los lideres del bloqueo se les acercó y dijo,

  • No se preocupen, no les va a pasar nada, pero como son los primeros que detenemos les tocará esperar hasta que terminemos la acción.

La acción del grupo irregular, que consistía en atracar al mayor número de personas,  finalizó a las dos de la madrugada. A esa hora los liberaron. Antes de que se marcharan el líder del grupo de malhechores se acercó a donde Rodolfo y le dijo en voz baja,

  • No hablen de esto con nadie, sabemos donde ubicarlos. 

Y les regresó las billeteras, por supuesto sin dinero.

Rodolfo cuando llegó a su casa se dejó caer en la cama y durmió por doce horas de seguido. Al levantarse tomó de la mesita de noche la billetera, y constató que su carné de la Universidad Libre no estaba, le comenzó una nueva preocupación, no dejaba de pensar en que los bandidos en serio tenían como ubicarlo.

Al día siguiente Rodolfo llegó a la Universidad con gafas oscuras, un tanto paranoico sintiéndose perseguido. Nos contó el terrible desenlace del viaje, también nos dijo lo concerniente al carné, fue cuando le hicimos caer en cuenta, que su documento no lo tenía ningún guerrillero, que estaba donde la Gorda, en el kiosco frente a la Universidad Autónoma, pues lo había dejado allá como garantía para el préstamo del dominó y olvidó retirarlo cuando nos marchamos al quimérico viaje.

La vida siguió. En la tarde Augusto llegó a buscar a Rodolfo para estudiar un parcial en su casa, lo recibió el papá de Rodolfo, mientras le abría la reja de la entrada, lo saludo y luego le preguntó,

  • ¿Augusto y supiste la de Rodolfo?

Y este le respondió,

  • Sí señor, ¡qué pelaos irresponsables!

Rodney Castro Gullo

Abogado de la Universidad Libre, especialista en Negociación y Manejo de Conflictos, y magíster en Desarrollo Social de la Universidad del Norte. Realizó estudios de Liderazgo Político en el Instituto Nacional Democrático de Washington (EEUU). Es columnista y escritor, ha publicado cuatro novelas:

  • El Chúcaro (1999)
  • La Familia Mierda de Gallina (2010)
  • La Seducción de la Hamaca (2016)
  • Invisibles (2020)